
Guayaquileños de alta posición económica se percataron que las pertenencias que sus parientes portaban al momento de su entierro estaban a la venta en locales del centro de la ciudad.
Anillos, vestidos elegantes, cadenas y hasta dientes de oro. Eran de los objetos más comunes que un hombre sustraía de las tumbas del Cementerio General de Guayaquil. Eran el año 1930 aproximadamente.
Leyenda el comemuerto (come muerto)
Esta narración corresponde a las : Leyendas de Guayaquil
Don Roberto era uno de los hombres más ricos de la ciudad de Guayaquil, hace varios años, quizá quince o veinte. Pese a su buena posición económica, el pobre no había podido hacer nada para salvar a su padre, que hacía mucho tiempo que padecía del corazón y sentía que estaba muriendo.
Con gran dolor, la familia veló al anciano y tal como había sido su última voluntad, lo enterraron con el costoso anillo de oro que siempre había llevado en vida.
Fue por eso que, días después, se quedó estupefacto al pasar por una casa de empeños y ver que la misma joya se encontraba expuesta en el escaparate, como si nunca la hubieran puesto en la tumba.
—No puede ser —murmuró Roberto, ingresando de inmediato para asegurarse de lo que sus ojos veían.
El anillo era de oro puro y llevaba grabadas las iniciales de su padre. No cabía duda, era el mismo.
Pálido, salió de la tienda ignorando al vendedor que se lo había mostrado minutos antes. Se sentía enojado y confundido.
Poco tiempo después, doña Adriana, otra mujer de la clase alta, se llevó un susto similar tras haberse enfrentado a la muerte repentina de su hija.

La pobre muchacha había fallecido en un accidente, pocos días antes de su boda, dejando a sus seres queridos destrozados.
Por eso la habían enterrado con el vestido de novia que tanto había querido usar para ese momento esperado. Una fina prenda, llena de encajes franceses y por la que habían pagado una pequeña fortuna.
Apenas un par de días después del entierro, doña Adriana, mientras paseaba, lo vio en la vitrina de un local del centro, cerca de la casa de empeños y palideció. El vestido de su hija se hallaba a la venta. No cabía ninguna duda de que se trataba del mismo.
Durante los meses sucesivos, varios miembros de la clase acaudalada de Guayaquil se llevaron desagradables sorpresas, al corroborar que las pertenencias con las que habían enterrado a sus difuntos, aparecían inexplicablemente en las tiendas del centro, a la venta y para colmo, rematadas como baratijas. Tenía que haber una explicación para tan macabras coincidencias.
¿Es que los muertos se habían levantado de su tumba? ¿O alguien se había atrevido a interrumpir su descanso?
Rápidamente, las denuncias contra el cementerio se acumularon hasta que a las autoridades no les quedó más remedio que investigar.
Y entonces, una noche lúgubre dieron con el culpable: se trataba de un hombre sin escrúpulos, de apariencia siniestra, que aprovechaba la oscuridad para desenterrar a los difuntos y profanar sus tumbas.
Obviamente, solo lo hacía con las más caras y lujosas. Los objetos, como joyas, relojes y prendas que sustraía, los vendía a los comerciantes del centro para que pudieran rematarlas en sus tiendas, sin que sospecharan del oscuro origen de aquellas mercancías. O quizá, preferían hacerse de la vista gorda.
El comemuerto, como bautizaron los medios a aquel individuo, fue debidamente arrestado y encarcelado.
Datos Interesantes
César Burgos, escritor y maestro de Literatura, escribió sobre que cuando era niño, su madre le contó sobre la historia del comemuerto en el puerto principal. «Luego la leí en las amarillentas páginas de El Telégrafo, del 25 de marzo de 1941».
¿Te Gustó esta leyenda el comemuerto? Te invitamos a leer: Muerta de frío.