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La mula de Satanás

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La mula de Satanás

La mula de Satanás, la historia de un amor prohibido que te mantendrá en suspenso de principio a fin, ambientada en la bella ciudad de Loja en el siglo XVIII, te llevará a vivir una aventura fascinante con un final insospechado.

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leyenda la mula de Satanás

En aquellos lejanos tiempos en que la ciudad de Loja se enmarcaba entre las calles que posteriormente se llamaron Bernardo Valdivieso, al Oriente; Sucre, al occidente; Lourdes al sur; e Imbabura, al norte; ocurrió un extraño suceso que conmovió a sus recatados moradores y se convirtió en el obligado tema de conversación de todos los hogares lojanos que, ajenos a otra clase de diversiones, por las noches se reunían entre familiares y amigos para comentar los sucesos del día y rememorar las historias del pasado.

Estas conversaciones nocturnas se realizaban a la débil luz, una lámpara de aceite en las mejores casas o una vela de cebo en las más humildes, y realmente se justificaban estas obligadas horas de ocio porque con tan mala iluminación no era posible otra cosa.  En cambio, aquella semioscuridad se convertía en el ambiente propicio para el cuento el chisme y muy especialmente para las leyendas de brujas demonios y aparecidos, entre las cuales se cuenta aquella conocida con diversos nombres tales como “El manto Guadalupano”, “El herrero Tilicas” y “La mula de Satanás”.  Estos tres nombres guardan una relación con una tradición que nos han contado nuestros antepasados y es como sigue.

Por el año 1766 cuando era Corregidor y Justicia Mayor de Loja don Manuel Daza y Fuminaya, vino a esta ciudad procedente de la Ciudad de México, un joven y apuesto mancebo de origen español quien, ante la sorpresa de todos, especialmente de las jóvenes casamenteras y de las maliciosas beatas, ingresó al convento de San Francisco y vistió los hábitos con el nombre de Fray Bartolomé.

Pero el demonio no tardó en hacerlo caer en la tentación y esta se le presentó en forma de una bella y joven mujer cuyo origen no se conocía y vivía arrimada una anciana a quien llamaba tía. Por su aire desenvuelto y su acento costeño algunos decían que la joven era de Portovelo, otros citaban a Macará o Zapotillo como su lugar de origen, pero lo cierto era que su belleza y la esbeltez de su cuerpo eran evidentes.

Fray Bartolomé se volvió loco por ella y muchas noches pasó desvelado pensando en la forma de escaparse del convento por las noches, sin tener que saltar por las ventanas y las murallas como lo hiciera el famoso padre Almeida en Quito.

En una fría mañana y que desde muy temprano el monje se paseaba por los corredores del convento pues no había podido dormir y se aburría dándose vueltas en el duro lecho, vio entrar al herrero que la gente apodaba “Tilicas” y que él aceptaba de buen agrado cual si fuera su propio nombre.

El herrero “Tilicas” era un buen hombre de aproximadamente 60 años de edad y además de los servicios que prestaba en su propio oficio, realizaba la limpieza del jardín del convento generalmente desde las 5:30 hasta las 7:30 de la mañana, hora en la cual tomaba el frugal desayuno que le obsequiaban los clérigos de San Francisco y antes de las 8, ya estaba en su taller para atender a la escasa clientela que lo visitaba.

La limpieza del jardín la hacía el obrero el herrero “Tilicas” más por devoción que por interés, pues no recibía más pago que el desayuno, y como el Padre Superior lo consideraba hombre de absoluta confianza le había dado una llave de la pequeña puerta del convento por donde todos los días se repartía la comida a los pobres, a fin de que sacara una copia en su taller y pudiera entrar libremente a temprana hora de la mañana, cuando aún no se abría la portería y los clérigos estaban ocupados en los menesteres de la iglesia.

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Al ver entrar al herrero por esa puerta que quedaba al extremo norte de la calle Bolívar, casi formando esquina con la Imbabura, al monje se le abrieron los ojos y el entendimiento ante la posibilidad que rápidamente pudo vislumbrar. Disimuladamente se acercó al herrero y este le saludo: 

  • Buenos días Padre 
  • Buenos días, le contestó el religioso y enseguida preguntó: 
  • ¿Qué viene el convento tan de madrugada?
  • Siempre vengo a la misma hora, porque a las 7:30 ya tengo que “alzarme” con la limpieza del jardín y nunca hay tiempo de sobre 
  • Sí claro. Así es, pero dígame cómo pudo entrar por esa puerta. 
  • Ahh… dijo con orgullo el herrero, el Padre Superior me dio la llave de la puerta de los pobres para que yo me hiciera una copia en mi taller y pudiera entrar de madrugada, pero con el miedo de que pudiera perderse, hice dos y me salieron como anillo al dedo. A la una la ando a llevar y a la otra la guardo para cuando se pueda ofrecer.
  • ¡Qué hábil y previsto es usted! Ya eres taller para pedirle que me haga unos pequeños trabajos que necesito.
  • Cuando vuestra reverencia lo desee, estoy a sus órdenes.

Después de esta breve conversación, el religioso se fue a la sacristía y el herrero e improvisado jardinero prosiguió su camino.

Desde aquel día, Fray Bartolomé se convirtió en un asiduo visitante del herrero “Tilicas”, quien tenía en su taller una tienda negra como el carbón que utilizaba para la fragua y que estaba situada en la calle que hoy se llama Imbabura, entre Bolívar y Sucre, a pocos pasos de la esquina trasera del convento de San Francisco donde se encontraba la puerta de los pobres.

Para las primeras visitas del religioso al herrero, hubieron pequeños pretextos de una u otra cosa, que el primero deseaba que le hiciera de segundo.

Pero luego progresó tanto la amistad que ya no hubo necesidad de pretextos para que el monje llegara donde el herrero, ya sea al taller cuando estaba trabajando, o a la tienda contigua donde tenía su vivienda, cuando eran horas de descanso.

Así llegó el día en el que el fraile fue directamente al fondo del meollo, de esta manera.

  • Oye “Tilicas”, cierta vez me dijiste que habías hecho dos copias de la llave para poder entrar al convento por la puerta de los pobres 
  • Sí en verdad y me resultaron perfectas.
  • Entonces, ¿por qué no me das la una para no tener que dar vuelta a la portería y venir a visitarte con más frecuencia?.
  •  ¡Claro!, ¿Por qué no voy a dársela?, si Vuestra Reverencia es uno de los dueños del convento.
    Déjeme buscarle y se la traigo enseguida.

Largos se le hicieron los minutos que tuvo que esperar hasta que regresara el herrero y casi no respiraba, ni tragaba saliva, como si ello pudiera estorbar para que “Tilicas” le trajera la llave que le abriría las puertas a la gloria terrenal.

Pero no fue larga la espera porque el herrero sabía dónde guardaba hasta el último clavo en su taller.

  • ¡Aquí la tiene!, le dijo al fraile entregando la llave.
  • ¡Gracias! contestó el religioso escondiendo la emoción que aquello le causaba, de regreso al convento, compulsivamente apretaba contra el pecho la que para él era la llave del paraíso terrenal.

Desde entonces menudearon las visitas nocturnas de Fray Bartolomé a la hermosa joven que vivía a pocos metros del convento en una tienducha de mala muerte, al frente de la cual su propietaria expendía unos pocos víveres y tras el bastidor tenía su vivienda, típico modus vivendi de la gente del pueblo urbano. Pero la tienda también tenía un pequeño altillo o “mezanine” que anteriormente servía la dueña como sala de recibo, pero desde que llegó su sobrina, se la cedió para que se instalara allí; y, cómo la grada o escalera empezaba justamente junto a la puerta de la tienda, por las noches la joven le quitaba las daba y el furtivo visitante llegaba directamente al entrepiso sin ser visto ni escuchado por la vieja que dormía pierna suelta en la recámara de la tienda.

Casi un año duró el Idilio de los dos amantes sin que nadie se percatara de lo que acontecía debido a la facilidad con la que el fraile entraba y salía del Convento a altas horas de la noche sin ser visto por nadie y debido a la cercanía del lugar de las citas.

La pasión que se había encendido en el pecho de antes de ambos se encontraba en su punto culminante, cuando repentinamente un día la joven cayó gravemente enferma.

Vanos fueron todos los intentos que hicieron para salvarle la vida. La hermosa joven que fue el encanto y admiración de tantos hombres y que especialmente a uno lo llevó al camino del pecado y la perdición, definitivamente sucumbió a la muerte en un horrible día de invierno.

Trémulo de dolor Fray Bartolomé la acompañó los momentos supremos de la muerte, fingiendo ser un simple sacerdote que oraba el cumplimiento de su deber, cuando en realidad se desgarraba su corazón al ver extinguirse la vida de su amada.

Cuando ella expiró y luego de que varias vecinas la amortajaron con una blanca túnica en señal de que había muerto sin casarse, el mismo religioso colocó sobre sus hombros un hermoso paño Guadalupano que había encargado a México y que llegara justamente el día en que murió su bella amante. Luego clavaron la caja mortuoria y a la mañana siguiente la llevaron al cementerio y le dieron cristiana sepultura.

  • “Tilicas” ábreme la puerta
  • “Tilicas” ¡Qué no me oyes que me abras la puerta?
  • Por las barbas de Satanás “Tilicas” ábreme la puerta 

Era una noche horrible de relámpagos y truenos con una lluvia pertinaz que caía a chorros y el frío calaba hasta los huesos.

Malhumorado “Tilicas” abrió la puerta contigua a la herrería y preguntó:

  • ¿Quién diablos se atreve a importunar así a estas horas de la noche?
  • Soy yo “Tilicas”, necesito que me des herrando esta mula.
  • ¿A estas horas y con este temporal? ¡Estás loco!
  • Mira “Tilicas”, Te voy a pagar muy bien. Además no me voy a mover de aquí hasta que no me saques de este apuro 

Viendo la imposibilidad de resistir y también con el deseo de que pronto desaparezca de su vista ese hombre extraño, a quien no recordaba haberlo conocido y que, le infundía temor por su tez morena, su alto cuerpo embozado en una capa negra y su dentadura que parecía toda de oro y que brillaba en la oscuridad de la noche bajo el ala de su sombrero también color negro, al fin le dijo:

  • Bueno, veamos que se puede hacer.

Más al acercarse a la mula que no había estado quieta un solo momento, también le inspiró cierto temor y repugnancia, que le obligaron a exclamar:

  • No puedo, las mula es chúcara y no tengo quien me ayude-
  • Yo te ayudo “Tilicas”. No te preocupes, ve a traer tu herramienta y aquí te sujeto a la mula de modo que no se mueva.

Fue “Tilicas” a la herrería y trajo lo necesario para herrar a la mula, pero cuando le hundió el primer clavo en la pata del animal, al herrero le pareció escuchar como un lastimero quejido.

  • ¿Como que esta mula se queja? dijo asustado “Tilicas”.
  • ¡Nada que se queja, ni qué ocho cuartos! replicó el airado extraño jinete, de modo que “Tilicas” apuró su trabajo y terminó lo antes posible. 

Entonces el hombre de la capa negra le tiró una bolsa de cuero y le dijo:

  • Esto vale más que oro. Ve mañana donde tu amigo Fray Bartolomé y dile que por esto te dé el dinero que quieras.

Dicho lo cual, montó su mula y partió a todo galope sacando chispas a las piedras de la calle dejando en el ambiente un fuerte olor a azufre.

No bien amaneció, fue el herrero donde Fray Bartolomé llevando el misterioso encargo y cuando el religioso abrió la bolsa de cuero, de allí sacó el paño Guadalupano con el que había amortajado a su amante. Sufrió una impresión que casi lo mata.

A los pocos días Fray Bartolomé pidió a sus superiores que lo trasladasen a un severo monasterio de Lima en donde vivió haciendo penitencias hasta su muerte.

Datos Interesantes de la mula de Satanás

Don Manuel Daza y Fominaya fue corregidor entre 1766 y 1770 del Corregimiento de la Inmaculada Concepción de Loja, una entidad territorial ultramarina inspectiva de control y organización política fragmentaria e integrante en la administración del Imperio Español mediante el derecho indiano, que fue adherida a la competencia jurídica del distrito de la Real Audiencia de Quito y ubicada al Sur de su Presidencia por medio de la pertenencia suprainstitucional del Virreinato del Perú y desde 1717 agregado al Virreinato de Nueva Granada.

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